Mensaje de Philips Schwartzman. Nebraska, agosto de 1991 [Relato]
Mensaje de Philips Schwartzman. Nebraska, agosto de 1991 [Relato – 3 páginas]
No sabría decir si mi corazón latía con fuerza o si su ritmo era el normal, tampoco sabría decir si se me heló la sangre o no, tan sólo sentía esa tensión, aunque no sabría tampoco si decir si era tensión lo que mi cuerpo sentía en esos momentos. Supongo que lo que sentía mi cuerpo en sí era fruto del miedo, porque no sabría decirlo de otra manera. Es difícil explicarlo con palabras, tan sólo me quedé ahí, paralizado, con la respiración entrecortada. Tardé en reaccionar, todo escapaba de la realidad, o más bien de lo habitual, porque lo que veía era real, tan real como la vida misma. Aquel ser estaba ahí parado, casi de espaldas a mi, mirando fijamente hacia la habitación de mi hijo. Acababa de llegar a casa y al dirigirme hacia el largo pasillo que da a las habitaciones, allí estaba, al fondo, esa presencia se presentaba impertérrita. No daba crédito a lo que veían mis ojos, un hombre extraño, de cabeza rapada, pálido, alto y de gabardina negra, estaba en mi casa, justo en la puerta de la habitación de mi hijo. Tras esos segundos en los que mi cuerpo quedó paralizado, reaccioné, tiré las bolsas de la compra al suelo y me dirigí dando pasos agigantados hacia aquél desconocido. Recorrer ese largo pasillo se me hizo un infierno, por cada paso que daba, se me venían a la mente todo tipo de cosas. ¿Qué estaba mirando? ¿Estaba mi hijo allí dentro? ¿Quién era ese hombre? ¿Y qué cojones hacía en mi casa? Justo antes de increparle, a escaso un metro de distancia y antes de que pudiera ver lo que sucedía dentro de la habitación de Dylan, sin apenas inmutarse, esa horrible presencia me agarró por el cuello, fuertemente, me cortó la respiración al instante. En ningún momento giró su cabeza hacia mi, tan sólo tensó su brazo y apretó su fría mano, una mano larga y huesuda. Mientras me asfixiaba, notaba cómo la sangre hinchaba toda mi cara y notaba su calor, sus uñas penetraban en mi cuello, hasta tal punto que noté cómo rajaba mi piel y sajaban mi garganta. Casi sin darme cuenta sentí cómo, inconscientemente, había comenzado a propinarle patadas a aquel intruso. Vi que su palidez era anormal, y que por su cabeza se dejaban notar un enredado de venas negras y verdes, algunas palpitaban exageradamente. Tenía pinta de enfermo. Oía ruido en el interior de la habitación de mi hijo. Pensando en Dylan, e intentando de manera inútil desprenderme de él, sentía que moría, no podía resistir más a la tremenda opresión que su esquelética mano ejercía sobre mí. Justo en ese instante, aquel hijo de puta se dignó a mirarme. En ese instante, a medida que giraba su cabeza lentamente, buscando cruzar su mirada con la mía, no pude sentirme más aterrado, estaba embriagado de espanto y paranoia. Aquel extraño exhibía unos grandes y ovalados ojos negros, sus ojos no mostraban pupilas, iris o córnea alguna, eran en su totalidad unos profundos ojos negros, tan negros que su cuenca ocular parecía estar vacía. Aquel sujeto comenzaba a aflojar su mano, pero me seguía teniendo sujeto. Mis fuerzas se iban mermando y mi desesperación por saber qué era de mi hijo provocaba en mi una inmensa angustia, como jamás había sentido.
Esa cosa abrió la boca, mostrando una hilera de ennegrecidos y afilados dientes. Desprendió un insondable alarido con todas sus fuerzas, provocando que esas venas verdes y negras se hincharan y su cabeza pareciera a punto de estallar. Fue en ese instante cuando me lanzó hacia el interior de la habitación. Hizo que volara a lo largo de la habitación. Antes de que mi cuerpo se empotrara contra la pared, de forma fugaz, me sentí agradecido porque así sabría cómo estaría Dylan. Fui a parar contra la estantería donde Dylan coloca todos sus muñecos y cómics, la estantería acabó encima de mí, las baldas se descolocaron y sentí un profundo dolor en mi espalda. Pero alcé la cabeza, aquella cosa me había lanzado hacia la habitación de espaldas y no pude ver el interior hasta que me incorporé dolorido del suelo. Dos más de esos seres estaban a cada lado de la habitación, tenían un aspecto muy similar al sujeto que me había agarrado por el cuello. A continuación, lo que vieron mis ojos, fue lo más doloroso y lo más horrible que jamás se pueda imaginar. Mi hijo, mi pequeño Dylan, yacía ensangrentado encima de la cama, tenía medio cuerpo caído. Sus entrañas asomaban y sus ojos estaban vueltos hacia atrás, provocado por el dolor y el miedo que tuvo que sufrir. Enloquecido, comencé a gritar, me arrastré hasta la cama y cogí el cadáver de mi pequeño hijo en brazos. Aquellas cosas me apartaron inmediatamente, comencé a pegar al que tenía a mi izquierda, pero me derribaron fácilmente. Mientras, aquel que viera primero, seguía petrificado en el pasillo, al lado de la puerta de la habitación, me miraba fijamente mientras seguía bramando. Los otros dos, tenían sus fauces ensangrentadas, y se dirigían a mí. Pedía por favor que acabaran conmigo, aunque fuera lenta y dolorosamente, me daba igual, quería sentir el mismo dolor que sintió mi hijo, o incluso más, porque si no lo hubiera dejado solo esto no habría pasado, o quizás si, pero al menos hubiera estado con él desde el principio, desde la llegada de esas formas y podría así haberle defendido, o al menos no se hubiera sentido solo y desamparado. Un niño de 8 años no se merece tal sufrimiento.
Mientras la criatura de la izquierda me tenía agarrado, el otro se acerba más a mi. La sangre de mi hijo le vertía por la boca. Fue así como hincó sus afilados dientes justo debajo de mi cuello, sentí tan abismal dolor que sentí morir, al instante. No fue así. Cuando recobré el sentido, intenté incorporarme, comprobé que esas cosas ya no estaban. ¿Era todo un sueño? ¿Estaba despertando de una pesadilla? No. Ahí me encontraba yo, viendo el cadáver de mi hijo, empapado en sangre, de igual manera que yo, que estaba embadurnado por toda la sangre que manaba de mi cuello. Sentía ligeros espasmos, y un intermitente y agudo dolor por todo el cuerpo. Llorando desconsoladamente, me dirigí hacia Dylan, le besé por toda la cara, siempre adoraba besarle y tocarle el pelo, un pelo suave y liso, un precioso cabello rubio heredado de su madre, a la cual nunca pudo conocer porque murió en el parto. Lo abracé con fuerzas, no podía parar de gritar y llorar. Por mi mente pasaban todos los buenos momentos que viví junto a mi querido hijo. Fui su padre, su madre, y su mejor amigo. Me desviví desde el primer día en hacer que tuviera una vida agradable, siempre me esforcé para inculcarle los mejores valores, jamás he querido tanto, jamás he amado tanto, mi hijo lo ha sido todo par mi. Siempre le hablaba de su madre y nos gustaba estar sentados en su cama, mientras le enseñaba la tremenda cantidad de fotos que Helen y yo guardábamos desde nuestra infancia. Dylan siempre quería ver esas fotos y que le contase la historia y las anécdotas que todas escondían detrás. Tras estar un rato abrazado a mi hijo, recordando los momentos vividos a su lado, noté como esos espasmos se hacían más intensos, y sobre todo dolorosos. Me dolía todo el cuerpo, sentía un intenso daño por las extremidades y notaba como si la sangre me hirviera. De repente el cuerpo me dio como una fuerte descarga, ese dolor era vehemente. Caí de la cama, comencé a tener convulsiones, escupía sangre a borbotones y mis músculos se contraían. No podía pensar nada más, salvo mi deseo de morir, quería que ese fuera el final, quería con todas mis fuerzas reunirme con Helen y Dylan. Quería que todo acabara. Desconozco el tiempo que estuve así, tampoco recuerdo si perdí de nuevo el conocimiento. Súbitamente todo acabó, no sentía ya dolor alguno, dejé de vomitar sangre y a los pocos segundos después noté mi cuerpo gélido, helado. Intenté volver a incorporarme y lo conseguí. Volví desesperadamente a abrazar a mi niño, lo abracé con más fuerza, lo besaba, pero ya no lloraba, mis ojos los sentía secos y mi boca la notaba ácida. Intenté respirar hondo, no podía serenarme, no sabía qué hacer, tan sólo tenía la necesidad de estar pegado a mi hijo. Volví a besarle. Pero tenía que hacer algo, no podía quedarme ahí parado, el cuerpo de mi hijo no merecía estar de esa postura, no merecía estar empapado en su sangre encima de su cama. Mientras pensaba qué hacer mis ojos recorrían la habitación, instintivamente, fruto de la desesperación. En ese momento, inconscientemente giré mi cabeza hacia el espejo, situado a mi derecha. Volví a sentir esa tensión, la que sentí cuando entré en mi casa y vi a esa criatura frente a la habitación de mi hijo. Me quedé paralizado, una vez más. Vi mi rostro reflejado en el espejo. No, no era mi rostro. El pelo se me había empezado a caer, estaba extremadamente pálido, mis ojos estaban inyectados en sangre, y un surco negro comenzaba a rodearlos. Mi boca estaba bañada de sangre, pero se presentaba de un color oscuro y mis dientes parecían podridos. Se me vino a la cabeza el instante en que era mordido por una de esas bestias. Me estaba convirtiendo en uno de ellos. Ahora sí, supe lo que no tenía que hacer. Ya no podía buscar ayuda. No tengo tiempo, ya no tengo más tiempo. Por eso, dejo constancia de esto, quiero que, por muy increíble que esto parezca, se sepa lo que aquí ha pasado. Esto debe saberse. Ahora, voy a quitarme la vida. Te quiero, Dylan.
Philips Schwartzman. Nebraska, agosto de 1991.
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- Mensaje de Philips Schwartzman. Nebraska, agosto de 1991
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Johnny El Gordo y el enano de mallas rosas [Relato]
Johnny El Gordo y el enano de mallas rosas [Relato – 3 páginas]
>>Sonó el teléfono, qué oportuno, a Johnny le irritaba que cualquier cosa le molestara en esos momentos de festín que se daba, como él los llamaba. Adoraba encargar comida, la más grasienta e insana, algunas veces un par de pizzas, otras un par de cubos repletos de pollo frito del KFC u otras encargaba dos súper hamburguesas en el Tony’s. Siempre acompañaba la digestiva comida con una buena jarra de cerveza que más que una jarra podría perfectamente ser una maceta, ya que el gordo de Johnny no bebía nada más que no fuera cerveza, aunque fuera la más barata y rancia del mercado. Él no tenía paladar para nada, tenía el mismo paladar que una cabra y su asquerosa boca sólo admitía comida basura y cerveza de cualquier calidad. Ese era el festín de Johnny el gordo, haciendo puta alusión a su mote, un mote que lo ha acompañado desde bien pequeñito, porque cuando Johnny Escobinni tenía tan sólo cinco años ya pesaba treinta y cinco kilos y parecía más una bombona de butano que un niño de parvulario. Decir que siempre el muy hijo de puta adoraba zamparse toda esa mierda mientras tenía la perversión de ver películas porno y de las más bizarras. Al puto gordo grasiento le encantaba mezclar placeres, devoraba la comida, su fiel e inseparable compañera, disfrutaba de la peor cerveza y al mismo tiempo se entregaba al onanismo. En una ocasión se llegó a correr sin querer encima de una hamburguesa y luego la siguió comiendo como si nada.
>>[Funcionario]: Está bien señor Winkle, no tiene que dar tantos detalles, sigua así y le vomitaré aquí encima joder. Vaya al grano, explique su situación y diga qué pasó tras la llamada de teléfono.
>>Disculpe. Me secuestró mientras sacaba dinero de un cajero. Cuando me desperté ya estaba en su casa, me tenía atado de pies y manos y con una mordaza. Me decía que cuando los míos pagaran lo suficiente por mí, me dejaría libre. Por lo visto el mamonazo de mi hermano les debe dinero a él y a su sucia pandilla y yo he pagado el pato. Durante toda la semana que me tuvo secuestrado no me dio de comer, tan sólo me daba de beber y una o dos veces al día. ¿Sabe que bebía? Sólo la puta cerveza que el cabrón de mierda…
>>[Funcionario] ¡Al grano cojones!
>>Sí sí, el mierda dejó sonar el teléfono cinco o seis veces, el tiempo necesario para dejar la pizza y guardarse la polla. Contestó dando voces y blasfemando, pero de seguida se le bajó los humos, se ve que al otro lado del teléfono estaba uno de los de arriba, un pez gordo. Estuvo al teléfono un rato, unos ocho o nueve minutos, durante todo ese tiempo apenas hablaba, tan sólo escuchaba y asentía como un imbécil. Estaba recibiendo órdenes claramente. Y es justo en ese instante cuando se abrió la puerta del apartamento de un golpe, entraron esas dos bestias cicladas, rapados al cero y con puños americanos, eran todo un cliché, parecían salidos de una de esas películas baratas de acción de serie B. Tras golpear a Johnny el Gordo hasta reventarle la nariz y media mandíbula, lo cosieron a puñaladas. Uno de ellos se entretuvo en meterle comida por la boca, por las orejas e incluso por los ojos mientras el otro calvo, que tenía una cicatriz enorme en la frente, rebuscaba entre los cajones. Los muy cerdos ni se inmutaron de que yo estaba semitumbado y medio en pelotas al otro lado de la habitación, paralelo al pordiosero sofá. Me daba miedo hacer el más leve ruido porque Dios sólo sabe el miedo que daban esos dos cavernícolas depilados. Intenté agazaparme lo más que pude tras la sucia cortina que tenía justo a mi lado, pero el movimiento de la cortina me delató, uno de ellos me vio y avisó al otro con un gruñido. Ambos se me quedaron mirando, el otro parecía que ya había encontrado lo que andaba buscando, un sobre grande y marrón. Yo ya me preparaba para lo peor, sabía que me dejarían igual de guapo que al puto obeso y moriría desangrado como un puto cochino.
>>[Funcionario]: Y fue en ese momento cuando dice usted que entró el enano de mallas rosas y…
>>Me salvó de morir como el peor de los perros sí. Los dos calvos dejaron la puerta del apartamento abierta de par en par, y por ahí entró el enano, un tipo de lo más extraño, de pelo corto, bigote ancho, no llevaba camiseta y tenía muchísimo bello en el pecho. Llevaba solamente unas mallas rosas y unos zapatos de tacón de aguja. Era como una mala versión de una puta drag queen pero en pequeño.
>>[Funcionario]: ¿Y qué pasó exactamente en esos instantes?
>>Lo que ya os he contado tres veces joder. El enano entró dando voces, preguntando qué carajo pasaba ahí dentro y porqué de tanto jaleo, que no le dejábamos dormir. Al ver la escenita, enloqueció, se agarró de los pocos pelos que tenía en la cabeza y mientras los otros dos paletos se reían, el enano llorando como la puta maricona que era preguntaba histéricamente qué le habían hecho a su osito y por qué, los otros seguían partiéndose de risa, parecía que iban a estar riéndose hasta el día del Juicio Final. El de la asquerosa cicatriz, mientras se partía la caja, le preguntaba quién cojones era y el enano de tacones de aguja le decía ser el vecino y amante eventual del puto Johnny el Gordo, ¡el amante eventual del puto Johnny! Encima de gordo y psicópata, maricón.
>>Cuando ya creía que no podía ser peor, que iba morir deshonradamente y encima yacer al lado de semejante personaje, éste se quitó los tacones, le tiró uno a cada calvo y como si del propio Steven Seagal se tratase, se puso a dar hostias a los dos ciclados de forma bestial. Cogió el cuchillo que había encima de la mesa y se lo clavó al de la cicatriz en los cojones. El otro calvo cogió al enano en volandas y lo tiró contra la pared donde yo estaba agazapado. Me miró a los ojos, se levantó, y tiró el cuchillo a la cara del que lo había tirado, le acertó en el ojo y mientras ambos se retorcían de dolor, el enano con un par de cojones, cogió el picahielos que había en la cocina y se ensañó como quiso. No los llegó a matar en ese momento, fue a su apartamento y regresó con una pistola y una puta rotaflex, le dio con ella un golpe tremendo al de la cicatriz, que empezaba a levantarse y posteriormente disparó a las piernas del otro gilipollas. Hizo lo mismo con el de la cicatriz, a los dos les reventó las rodillas a balazos. Enchufó tranquilamente a la corriente el aparato y para mi máximo asombro, entre gritos que bien parecían procedentes de un matadero, su puso el muy cabrón a cortar a cachitos a los dos subnormales. Empezó por las piernas y luego por los brazos. Jamás vi un espectáculo igual, ni en las mejores pelis de horror.
>> [Funcionario]: ¿Y dice usted que el enano se puso a darles por el culo?
>>Eso ya no lo sé, sólo me desató y me dijo que me largase de allí que él mientras les iba a dar por el culo. Eso sí, antes de eso, cogió el sobre grande y marrón y lo quemó en la hornilla de la cocina. Dijo que ese sobre nunca podía caer en manos de la policía.
>>[Funcionario]: Está bien señor Winkle, por hoy hemos finalizado.
Que se da por concluida esta comparecencia 34 minutos después de haberla iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
>> ¿Joder mañana a contar otra vez la misma mierda? Me cago en la hostia puta.
Conste y certifico.
Miami, a 23 de marzo de 2010.
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N. del A : Toda esta pantochada la escribí 40 min antes de entrar a un exámen, en la biblioteca, mientras todos repasaban compuslivamente. Lo peor que se puede hacer antes de un exámen es repasar de esa forma, es lo puto peor y solo te hace estar más nervioso.
N. del A-2: El exámen lo bordé y saqué un 9.
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Otra batalla más [Relato]
Otra batalla más [Relato – 2 páginas]
Ensangrentado, alzaba su espada una y otra vez, era incansable su furia. Esa no era su primera batalla y bien sabía la diosa Aireine que tampoco sería la última. Blandía su espada de tal manera que sus enemigos caían muertos al primer golpe.
– ¿Es que jamás sacias tu sed de sangre? – Rühsh jamás olvidaría esa pregunta, la que le hiciera antaño su padre adoptivo Zorth, antiguo rey de Airreon, al comprobar que tras La Batalla de Las Dos Coronas, justo al siguiente día de finalizar, Rühsh partía hacia las Colinas de Meidún, a luchar en una batalla que tan siquiera le concernía, ni a él ni a los de su pueblo. Mientras mataba, mientras aniquilaba a sus enemigos, no olvidaba la pregunta de su padre. Ya habían pasado dos lunas desde el inicio de la batalla por Sahíria, uno de los numerosos territorios que el actual rey de Airreon, Rühsh, hijo de Zorth, pretendía tomar por la fuerza.
– ¡Aguantad! ¡No bajéis la guardia, ya son menos que hace unos tercios de luna! ¡Que no quede ni uno en pie! – Rugía Rühsh al batallón que le acompañaba. La principal característica de los airrenos es su incansable fuerza, una fuerza por encima de todas las de los demás, esa era la esencia verdadera de los airrenos, el carácter que los distinguía de todas las demás razas. Empapado en la sangre de sus enemigos, Rühsh observó por unos instantes el cielo negro que se alzaba sobre él. No había ni una sola estrella que adornara la noche, no como aquellos cielos estrellados, los cuales siempre, testigos, presenciaban las guerras de los airrenos. Rühsh sólo divisaba la pálida luna que con su cara más triste, observaba impasible la carnicería que se estaba llevando a cabo. Rühsh lo interpretaba como un mal augurio, pero nada podía cambiar lo acontecido, tenía que acabar lo que había empezado.
Algo se clavó en la pierna del último rey de Airreon, Rühsh comprobó que una flecha le había atravesado el muslo izquierdo. Sin vacilar, apretó los dientes y se desgarró de la carne aquella flecha hecha con la madera negra que propiciaban los singulares árboles de Sahíria. Rühsh vio al tirador, agazapado tras unos matojos, que intentaba con manos temblorosas colocar otra negra flecha en el gran arco que sujetaba. Sin que le diera tiempo a ello, Rühsh sin contemplación alguna, clavó hasta la empuñadura su larga y afilada espada en el corazón de aquél sahiriano. Tal fue la fuerza de la estocada que hasta le costó trabajo sacar la espada del destrozado pecho de su víctima. Le había roto todas las costillas y a poco no le había partido en dos. Fue entonces cuando el cuerpo despedazado del enemigo cayó despeñado hacia abajo. En la caída, el cuerpo sin vida quedó en una posición indigna para cualquier guerrero. El casco se había salido rodando por la serpenteante y empinada ladera dejando ver así el rostro del enemigo.
No era más que un niño, no tendría más de catorce años. Rühsh se giró, quería dejar de ver semejante imagen e instintivamente se dio la vuelta. Pero a pesar de lo que veía de frente, cantidad de cuerpos sin vida en los pastos, el silbar de las flechas y las sonoras estocadas de los guerreros de Airreon que debilitaban al enemigo, a pesar de ver cómo la batalla había acabado en victoria para éstos, Rühsh notaba su sangre arder, la imagen de ese niño muerto brotaba a cada paso, por cada movimiento y por cada suspiro. Sabía que lamentaba la muerte de ese chico y aunque lo sintiera, nada ni nadie le pararía.
Mientras se dirigía hacia el centro de la batalla, donde apenas unos pocos sahirianos quedaban en pie, iba atravesando y decapitando a todos aquellos que se le cruzaban de los cuales, algunos huían en un intento inútil de salvar la vida. El último que aún respiraba y se mantenía en pie, debía tener alrededor de unos cincuenta años, era de complexión fuerte, afilada barba y una larga melena roja, como así tenían el cabello los hijos de Sahiria. Portaba dos afiladas espadas ya bastante melladas por el largo combate.
– ¡No eres digno de ser quien eres! ¡Eres la vergüenza de tu raza! – proclamó aquél sahiriano.
– ¡No pretendo ser digno hijo de un hombre débil! – contestó Rühsh a la vez que se abalanzaba sobre aquél sahiriano propiciándole con fuerza una estocada desde arriba. El hombre de la larga melena roja, cruzó sus espadas frenando el ataque y propinándole una patada a Rühsh en el estómago al mismo tiempo que dirigía su espada hacia su cabeza. Dos airrenos se acercaron pero su rey les detuvo con la mirada, no permitiría que nadie le ayudara y menos en un combate a uno contra uno.
Rühsh volvió a atacar, pero todos sus movimientos tenían respuesta por parte de aquel duro enemigo. Jadeante, el rey de Airreon corrió hacia su oponente, alzó su espada para realizar otro ataque desde arriba y, cuando el de Sahiria se disponía a cruzar sus espadas, Rühsh, en un movimiento tan rápido que ni el propio sahiriano pudo percibir, blandió su pesada espada seccionándole así la pierna derecha a su enemigo, que cayó de bruces contra el suelo. Allí, tendido y con los ojos desorbitados e inyectados en sangre, el sahiriano miraba fijamente al hombre que estaba a punto de quitarle la vida. Más guerreros de Airreon se acercaron a contemplar esa escena. El primer sol estaba a punto de asomar.
– ¡Jamás os libraréis de nuestras sombras! ¡Mis hijos serán testigos de tu muerte, airreno! – profirió el hombre de pelo rojo.
Fue entonces cuando Rühsh se acercó más a él y, mientras alzaba su espada a la altura del pecho de aquél hombre, mirando a sus guerreros allí presentes, exclamó a viva voz:
– ¡No! ¡Serán nuestros hijos los que sean testigos de cómo toda Sahiria es destruida! ¡Serán testigos de la extinción de todos los sahirianos! – Fue en ese entonces cuando Rühsh hundió su espada en el corazón de su enemigo y la sangre le salpicó en la cara. El último rey de Airreon levantó la mirada y la dirigió al primer sol que inocente de lo sucedido asomaba por el Norte.
– ¿Es que jamás sacias tu sed de sangre? – la pregunta de su padre le volvía una vez más a la cabeza.
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